Tuesday, May 30, 2006

II DUELO NARRATIVO

Mañana miércoles a la noche, sobre la calle Bartolomé Mitre, en la esquina de una cortada, en frente de una Iglesia, adentro de un bar lúgubre pero con empanadas riquísimas que hace el cocinero que también hace ruidos mientras Los Escritores leen, se va a realizar el segundo duelo narrativo.
Manden sus textos. La consigna: El hombre al que le sacan una palabra.
El relato no debe superar la extensión del aburrimiento. Apúrense que hay poco tiempo.
Mañana, si nos permiten, después de la presentación de la revista Asesinos Tímidos, todos leen todo.
Ultimaremos detalles.

Cuento del I Duelo Narrativo realizado un martes de mayo en un café de la calle Bartolomé Mitre. Nada de descampados.


Consigna: un hombre se realiza un Evatest.
(El otro cuento participante de este duelo inaugural está siendo rastreado. Esperamos que puedan leerlo en breve y así, entonces y si quieren, pronunciarse sobre posibles ganadores para nada relativos)

El señor M

por Federico Levín

El señor M. está sentado sobre el colchón de la cama matrimonial y está solo en la habitación. No se mueve, apenas respira para que los resortes no le delaten la espera. No quiere que la señora M, o el cuerpo de la señora M. que se derrite y se confunde con el sillón verde del living, se entere de nada. El señor M. está esperando, y esperar es sin sonido.

La señora M. está embarazada.
Hace un año y medio que la señora M. está embarazada.

Su cuerpo pretende contener otro cuerpo, adentro; ese cuerpo adentro debe tener, según los cálculos del señor M. , el mismo tamaño que tenía su mujer cuando todo esto comenzó.
El señor M mira la puerta del baño, como si esta fuera capaz de mirar lo que pasa a allí adentro y contarle, develarle. Pero la puerta no tiene ojos en la espalda y sólo lo mira a él. Agarra el disc-man que quedó de anoche en la mesa de luz, con el disco de Atahualpa, invariable.
Desde que duerme solo ha adoptado hábitos extraños, como el de escuchar música antes de dormir. El sentido primitivo del hábito tenía que ver con ahorrarse el sonido de los ronquidos de su mujer en el living. Con el tiempo le tomó el gusto.
Se coloca los auriculares que le duelen en las vueltas de cada oreja. Escucha.
Amalaya el cielo, me trujiera un hijo,
en cualquier chinita de este rancherío.
En cualquier chinita: si es mala, lo mismo,
que las hace buenas el llanto del niño.

Le resulta raro escuchar esa canción a la mañana: es la música que se repite todas las noches, invocando el sueño: un sueño específico, o la continuación del sueño que apareciera por vez primera hace ya un mes.
Todo esto empezó hace un mes, calcula el señor M., y puede terminar en: tres minutos. Un poco menos, cada vez, pero nunca totalmente ahora.
La señora M es una buena mujer. Es tan buena que quiere cuidar a su hijo de, como llama a la vida, la luz mala: no quiere dar a luz. Dice que así lo cuida, que no se le puede reprochar eso, que nunca pensé que fueras un padre tan desalmado como para echarme en cara esto.
Dos minutos.

En cualquier chinita de este rancherío.

Una noche se quedó dormido con los auriculares puestos y soñó: existe otro mundo entre nosotros, acá mismo pero invisible: es como un country de baja calidad y se ve en blanco y negro: La Tierra de los Inconcebidos.
Recién la noche siguiente, cuando le dio continuidad al sueño, conoció a Mateo, su hijo. Se abrazaron amorosamente, con furia, como amigos que pasaron años sin verse: entraron a un bar. Tomaron café con leche: Mateo tomó café, él tomó leche: blanco y negro.

Viste como es tu madre, yo ya no sé que hacer. Está todo el día ahí tirada, con los ojos entrecerrados... No se le puede decir nada: o hace que no me escucha o me caga a puteadas.
Sí, ya sé, ya sé. Pero yo me tendría que haber ido de acá hace mucho tiempo; ahora soy un kelper. No me dejan trabajar, no tengo seguro social: lo que pasa es que, técnicamente, ya no estoy acá.

Siguieron el diálogo por varios días. La relación padre hijo se fue ensanchando, tomando consistencia. Hasta que, hace una semana, Mateo le imploró, llorando: tenés que hacer algo, papá, me muero de ganas de verte.
Amalaya el cielo.
Falta un minuto. El señor M. recuerda y no puede imaginarse a él, con su cuerpo, participando de la acción narrativa que su memoria registra.
Estuvo dos días sin dormir hasta que juntó valor y se decidió: no quería encontrarse con Mateo sin haber hecho nada por él.
Es el amor de un padre, eso es: la espera.

Primero se fijó en el diario Crónica, pero las opciones no lo convencían. Terminó en un cyber navegando por horas entre posibilidades insensatas, hasta que se decidió, pidió una cabina y llamó.
Lo antes posible, dijo- tenía que ser durante la tarde para que su mujer no sospechara. Anotó la dirección en un papel, salió a la calle, paró un taxi, etcétera.
No tuvo vergüenza.
Desde que Sheila le ofreció algo para tomar hasta que el señor M. estuvo de nuevo en la calle, pasaron dos horas.
Sheila le llevaba poco más de media cabeza, y era militante de un tipo de belleza especial, única en su especie, sin descendencia. Así de pie, como estaba cuando le abrió la puerta, vestida apenas con una bata de seda turquesa, Sheila se le representó como una especie de Minotauro hermoso. Pasaron de largo la pequeña sala de estar que Sheila nombraba como 'mi living', y entraron al cubículo que, contra lo que el señor M. hubiera creído (un living permite suponer una habitación), era nombrado por ella como 'mi oficina'.
Sheila era grande y tenía un culo bueno; era una grande y buena, y cuando la espesura de sus senos erótico maternales se combinaba con la firmeza de sus manos marciales, sólidas; esto es: cuando, onanista, con las manos de Adán primigenio se ordeñaba sutilmente las tetas de Eva sintética, era la proporción divina de los planos superpuestos, irresistible hasta la locura de la completud absoluta, se tocaba a sí misma y era como ver con ojos humanos la rugosidad del infinito. El señor M. se sentía confuso, como cuando era chico y la maestra lo hacía pasar al frente para desnudarse.
Eso nunca había pasado, recapacitaba el señor M ya tendido en la cama, nunca sucedió semejante cosa pero esto era tan, tan infinitamente parecido.
Su confusión, seguramente, contribuyó al equívoco: en un movimiento (¡Uno solo!) Sheila sacudió su bata hacia atrás como bailando una pieza de folclore, y cayó sentada con precisión vaselínica sobre el miembro tibiamente erecto del señor M., que vaciló un instante antes de advertirla. El señor M. no estaba con Sheila para eso, sino casi lo contrario: no era su miembro, desusado y tristemente unidireccional, estacionado en la lógica invariable de la virilidad, el que tenía que fundar lo nuevo, lo vívido; era el de ella: el pene concepto, la idea inaprehensible, la pija de mujer.
Sheila sonrió con ternura, con picardía y con odio, al mismo tiempo: ¿estás apurado? le preguntó. El señor M. no respondió y pronto estuvo con los ojos a centímetros de las flores casi tridimensionales de la almohada.
Fue raro, tan raro que le hizo recordar sucesos infantiles que, piensa ahora mientas espera, no habían tenido lugar.
Hay cosas, piensa el señor M., ciertas cosas que, para que tengan lugar, hay que hacerles lugar. Naturalmente no entran.
Hay que construir el espacio en el vientre de la memoria y fertilizar, día y noche fertilizar hasta conseguir el relato que horade la hegemonía binaria de lo posible.
Durante toda la noche sintió algo en el cuerpo, algo nuevo, incómodo.

El señor M. se pone de pie de un salto. Pero no avanza: la espera, de apenas unos minutos, logró entumecerlo.
Ahora sí: se arroja contra el picaporte y gana por fin el baño.
Ahí está el vaso amarillento. No lo toma.
Cierra los ojos y extrae la pequeña vara de eva. Abre los ojos.
Una rayita.
Tendrá que seguir buscando.